Es un placer escucharles narrar historias que, protagonizadas por ellos o no, afirman las huellas imborrables de quienes con amor llamamos abuelos.
En cada rincón de la Casa Comandante Juan Almeida Bosques de la ciudad de Manzanillo hay rastros de sus pasos.
Unos más ágiles, otros más lentos, algunos acompañados por el bastón; pero todos con la seguridad de tener en esta obra revolucionaria “un espacio de bendición, para sentirnos de vuelta a la vida”.
Así lo expresa Ermelinda Carrera Cantillo, quien en tres años de permanencia diurna en la Casa de abuelos perteneciente al Policlínico dos Ángel Ortiz Vázquez de la ciudad del Golfo de Guacanayabo, ha experimentado “una transformación maravillosa”.
“El día aquí se me va en un abrir y cerrar de ojos” asegura sin apenas levantar la mirada del “libro de vida que me acompaña durante mi estancia en este lugar que nos acoge a mi esposo, a los otros adultos mayores y a mí, y que sentimos como indispensables al brindarnos esas actividades que nos hacen reactivar los procesos cognoscitivos, y que a nuestras edades son vitales para mantener el control de nuestra mente y cuerpo”.
Con las vivencias aquí, quedaron relegados a recuerdos aquellos momentos de ingreso en silla de rueda y la soledad del hogar tras la llegada de la jubilación laboral.
“Después de 40 años de trabajo en las aulas como maestra y sentirme encerrada en las cuatro paredes de mi casa, el paso a este lugar me ha hecho sentir la persona que quiero ser: útil, a pesar de mis 76 años y transitar la tercera edad”.
A ello están llamadas estas instituciones, surgidas como programa de la Revolución para prestar servicios de alimentación y cuidados diurnos a los adultos mayores con discapacidad y que viven solos.
“Se trata de que se sientan como en casa, seguros y de brindarles opciones para que sus días transcurran animados, activos, a través de las actividades culturales, deportivas, recreativas, que se les ofrecen, tanto desde el punto de vista de salud, como por los convenios con instituciones y organismos”, apunta Elizabeth Pérez Cabrales, administradora del local, ubicado en Barrio de Oro.
Desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, los 23 ancianos se tornan en el centro de la mirada y cuidados de un colectivo que reverencia la virtud de la experiencia, reflejada en las manchas de la piel y las arrugas de sus rostros.
“Este lugar es ideal para nosotros, y sus trabajadoras son muy preocupadas por nuestro bienestar, asevera Juan José Gutiérrez Oduardo.
Nos entretenemos con el dominó, los juegos de participación, las actividades culturales que traen los promotores y grupos de Casa de Cultura, del Museo Municipal.
También tiene muchas cosas por resolver, como el calor que expide el techo, pero lo fundamental es que protegen nuestros derechos”.
Con edades comprendidas entre 68 y 92 años, vuelven a este un escenario para sembrar sonrisas, como dice Juana María Castro Blanco, fundadora de la Casa de Abuelos hace cinco años.
“No me ves riéndome, fíjate si me siento bien”, asegura esta fémina de 81 años.
“Hay un lazo especial entre abuelitos y trabajadoras, y lo principal es que nos tratan con amor, que nos cuiden, y yo encantada entre estas damas y caballeros”.
La licenciada en enfermería Ribelia Pacheco Méndez permanece atenta al seguimiento diario de sus pacientes.
“Pero nuestras atenciones van más allá de tomar signos vitales, trabajamos para revertir sus discapacidades físicas-motoras y los problemas cognitivos. Ejercitamos con múltiples estrategias para trabajar con la memoria de nuestros abuelos, que tienen entre 68 años y 92 años”.
Equipos multidisciplinarios, con defectóloga, podóloga, psicóloga, médico, y profesionales de especialidades disímiles como clínico, geriatra, urólogo, y otros, “acercamos los cuidados a ellos y tratamos de hacerles la vida más placentera en la Casa de abuelos”.
A pesar de las adversidades económicas las puertas de la casa no se cierran, y el sonido de las fichas del dominó sobre la mesa ambienta y anima cada jornada.
“Aquí pasamos momentos de esparcimiento y de convivencia social, lo cual no es fácil viviendo solos; y el dominó es ya una necesidad, para poner en movimiento a las neuronas dormilonas. Las almas solas, que son nuestro desierto, se sienten aquí menos agobiadas por el arenal de la vida”, dice Guillermo Jiménez Vázquez.
“Nos place hacer más felices sus horas”, añade Lisbeth Fernández Vázquez, trabajadora social de la institución dispuesta a unos cien metros del malecón manzanillero.
Al preguntarle sobre la celebración por el Día del Adulto Mayor, su respuesta no se hizo esperar: “para nosotros son 365 sus días, porque su bienestar cada días es nuestro desvelo”.