
Por: Anaisis Hidalgo Rodríguez
Para la maestra Evangelina, educar no es solo una profesión; es un don. A lo largo de sus tres décadas de magisterio, ha comprendido que su rol va mucho más allá de las paredes del aula.
No se trata solo de fijar contenidos en la memoria de los niños, una habilidad que domina con una didáctica ejemplar.
Para ella, la verdadera enseñanza reside en ver a cada alumno como un individuo único.
Como una psicóloga intuitiva, siempre ha estado al tanto de los comportamientos, evaluando las condiciones de cada pequeño y buscando las vías para potenciar su rendimiento y, lo más importante, su carácter.
“Se logra una empatía,” afirma con la sabiduría que dan los años. “Logras que el niño esté atento y, por tanto, aprenda.
Pero eso precisa de ejemplaridad.” Su filosofía se basa en un equilibrio delicado: ganarse la confianza sin perder la autoridad moral. “
El maestro está para educar,” recalca, subrayando que su misión es guiar, no solo ser un amigo.
Pero Evangelina sabe que la escuela es solo una parte del universo del niño. Con una claridad meridiana, define el rol indispensable de la familia: “El que respeta a sus padres, obedece a su maestro.”
Para ella, la responsabilidad de educar en valores es primordialmente del hogar; la escuela los refuerza, los pule y los proyecta en la sociedad.
“Será difícil corregir a un estudiante que en casa no posee una adecuada formación,” asegura, destacando que en esta noble tarea de moldear el futuro, maestros y padres son actores que deben converger.
Lo que marca la vida profesional de esta pedagoga experimentada no son títulos ni reconocimientos, sino algo mucho más valioso y perdurable: la gratitud.
El legado más hermoso de su extensa carrera son los niños a los que ayudó a educar, que hoy, ya adultos, la ven y la tratan como a su propia familia. “Se interesan por mi salud, mi familia y mi casa,” comenta con emoción. “
Al final de una carrera, lo más bello es que te hagan sentir como una parte hermosa de su historia.”
La maestra Evangelina Vivó Tamayo es, como ella misma describe a los grandes educadores, como el sol: una fuerza vital que ha permitido a cientos de niños de Babiney ver la luz del conocimiento, de la vida, de los valores patrios y del amor.
Su historia es un testimonio vivo de que la verdadera educación siembra semillas que florecen para toda la vida.