Dio a los hijos de esta tierra un bien espiritual innegable, junto al ejemplo aleccionador de su vida, la de uno de los padres fundadores de la Patria, una existencia extraordinaria moldeada por la epopeya y la causa que lo incitó a estar a su altura.
Figueredo perteneció a la hornada de patricios que conspiraron y trabajaron con denuedo por el primer levantamiento libertario, iniciado el 10 de octubre de 1868 con el liderazgo de Carlos Manuel de Céspedes, y convertido en la Guerra de los Diez años.
Su muerte, a manos de un pelotón enemigo cuando estaba enfermo de gravedad, fue cumplida en una fortaleza colonial de Santiago de Cuba después de ser vejado e irrespetado en su condición humana, sin importar los estragos de la fiebre tifoidea que padecía desde días antes de ser capturado en un estado deplorable, junto a su familia, en la finca Santa Rosa, en el monte firme cercano a la Sierra Maestra.
Con los restos de energía que tenía intentó resistirse, pero fue hecho prisionero y sus hijas, también capturadas, estuvieron a su lado inicialmente. para ser trasladado después a Santiago de Cuba en un navío militar español.
Un urgente Consejo de Guerra lo juzga el 16 de agosto de 1870 y allí el patriota declara con coraje ante los jueces: “Soy abogado y como tal conozco las leyes y sé la pena que me corresponde. La de muerte. Pero no por eso crean ustedes que triunfan, pues la Isla está perdida para España; el derramamiento de sangre que hacen ustedes es inútil y ya es hora de que reconozcan su error.
“Con mi muerte nada se pierde pues estoy seguro de que a esta fecha mi puesto estará ocupado por otra persona de más capacidad.
Si siento la muerte es tan solo por no poder gozar con mis hermanos la gloriosa obra de la redención que habían inaugurado y se encuentra ya en el final”.
Al siguiente día lo condujeron al paredón con una condición física que no le permitía caminar ni sostenerse de pie.
Fue llevado en el lomo de un burro, en un trayecto en el que recibió las burlas y el escarnio de sus verdugos.
Cuentan que él les respondió: “Está bien, está bien, no soy el primer redentor que monta un burro”.
Sobrecoge el testimonio de quienes lo oyeron, inapagables, sus palabras finales: “¡Morir por la Patria es vivir!”, la sentencia más sublime de su canto.
Perucho Figueredo vio la luz en Bayamo el 18 de febrero de 1818 como vástago de una familia de acaudalados propietarios de bienes agrícolas y establecimientos.
Sus padres le aseguraron una educación esmerada, primero en su villa natal.
Desde 1835 hasta 1840 estudio en la Universidad de La Habana, donde se tituló de Bachiller en Filosofía y en Derecho, y luego viaja a España, con el fin de ganar la toga de Derecho en Barcelona.
Se estima que fuertes lazos de amistad lo unieron a Carlos Manuel de Céspedes a partir de 1851, cuando ya era un abogado en ejercicio y casado con la lugareña Isabel Vázquez, con la cual fundó una familia que llegó a tener 11 hijos.
Eran tiempos duros para todos, incluso para los naturales con recursos económicos y hacendados prósperos, no solo para los que padecían directamente la esclavitud y la pobreza, pues la mano férrea de España retrasaba el desarrollo de las fuerzas productivas e impedía el avance de los llamados criollos, llenos de pujanza y amor por su suelo.
Carlos Manuel, Perucho, el acaudalado Francisco Vicente Aguilera, Francisco Maceo Osorio, Donato Mármol,Francisco Javier de Céspedes y otros hijos de esa villa, nacidos con riqueza y privilegios optaron por los ideales de libertad, justicia e igualdad entre los seres humanos.
Formaron la Junta Revolucionaria de la ciudad, muy activa.
Dentro del panorama de su urbe natal Perucho sobresalía por su cultura general y su afición a la música. Ejecutaba obras con el piano y el violín, y se dedicaba a la composición.
La conspiración patriótica iniciada a principios de los años 50 del siglo XIX se manifestaba muchas veces en animadas tertulias o saraos, con música culta, bailable y declamaciones de poemas y otros textos literarios.
La Sociedad Filarmónica de Bayamo nació y se consolidó dentro de aquel chispeante espíritu de los bisoños revolucionarios.
Cuando finalmente llegó el momento crucial, y se dio la urgentísima orden del levantamiento en 1868, Carlos Manuel de Céspedes vivía en el ingenio Demajagua, cerca de Manzanillo.
Figueredo estaba en Bayamo por entonces y decidió organizar una partida de patriotas, para reunirse con el Iniciador.
El 18 de octubre se inició el asedio de los independentistas a los dominios bayameses, y el día 20 la villa cayó en manos de los insurrectos.
Inmediatamente fue proclamada la capital de la República en Armas y el pueblo se volcó a las calles, lleno de fervor y alegría a celebrar el triunfo. Surge el canto Patrio, creación llena de historia viva y palpitante y de leyenda.
Impuso el destino que el inefable y amado Perucho cayera con honor, batallando desde sí mismo con su alma y el Himno.
El primer soldado y General mambí intachable que siempre fue vive hoy en el canto de todos y más.