
Monumento a Lenin en el Parque Lenin de La Habana. Foto: Marcel Theodore.
«Lenin, Lenin, Lenin,
no hay quien te olvide,
no hay quien te olvide,
Lenin, Lenin, Lenin.
¡Ni el que te quiere,
ni el que te sigue,
ni el que te mata,
ni el que te olvida!»
«Son para Lenin», Nicolás Guillén, 1933.
Todo parece indicar que las primerísimas veces que la prensa cubana se refirió al líder de la revolución bolchevique le cambió el nombre, unas veces le llamaron Nikolai -como el mismísimo zar de Rusia- y otras Lenine, como resultado de una mala -y a veces nula- traducción del francés y el italiano al inglés y de este al castellano. Si bien las investigaciones sobre la temprana llegada de Lenin como referente político en Cuba no son amplias, las existentes permiten rastrear con rigor el tratamiento que se le dio, tanto al líder, como a su obra. Cierto es que la prensa de la época, burguesa obviamente, no titubeó en dar el “palo periodístico” y, sobre todo, propinarle un palazo al fantasma del comunismo que había viajado hasta Cuba desde el mismo 1917.
Conscientes de la magnitud subversiva del líder del “bolcheviquismo”, los medios nacionales de antaño no escatimaron oprobios en vida de Lenin. A fin de cuentas, estaba en disputa la opinión pública de los cubanos sobre el “Zar de los obreros” y con ello la magnitud, y el color, de la lucha criolla de clases. La propaganda anticomunista desplegó su arsenal. A Lenin lo acusaron de dictador y hasta de comer niños crudos, según escribió Julio Antonio Mella, en su texto Lenine coronado. Cualquier semejanza con los mitos contrarrevolucionarios durante la Operación Peter Pan no es pura coincidencia, sino resultado de una ideología burguesa que se agota en su falta de creatividad y se repite trágicamente.
Con habitual hipocresía, tras su fallecimiento, la misma prensa sustituyó sus titulares ofensivos por otros más generosos, con la ingenuidad de quien pensó que después de muerto, Lenine no tendría más influencia en los pueblos. No fueron capaces de avizorar que apenas 35 años después triunfaría en Cuba una Revolución mediante la cual el socialismo expandió sus condiciones de posibilidad y Lenin se ratificó como un referente para todos los tiempos.
La simbiosis perfecta entre lo externo y lo autóctono conformó el acervo político de generaciones de revolucionarios antes y después de 1959, donde lo externo es el marxismo y el leninismo, y lo interno el ideario martiano como síntesis de lo mejor del independentismo cubano. Se abrieron al fin, para la mayor de las Antillas, las grandes alamedas por donde los cubanos libres comenzaron a construir una sociedad mejor, con la justicia social y el pueblo como banderas, a la cual llamaron socialismo.
Pero el socialismo nunca es una abstracción: está anclado a un tiempo, a una geografía, a un colectivo, a una ideología, a dinámicas específicas. Y solo cuando es revolucionario, es el resultado consciente de la voluntad general o, de lo contrario, no es. Por ello el pacto social le sirve como un espejo donde el estado de uno se vuelve el reflejo del otro.
El socialismo tiene que ser un tipo de transformación cultural que moviliza a la sociedad en su conjunto y que, al hacerla partícipe del proceso, la empodera y viceversa. “Todo el poder a los soviets”, había dicho Lenin. Con lo anterior el líder bolchevique subvirtió el modo tradicional de entender la dinámica entre los dirigentes y los dirigidos, al concebir el poder desde la participación colectiva, como involucramiento del pueblo en las tareas fundamentales de la sociedad; algo que la Revolución cubana entendió y practicó desde el año I.
Como la historia de las luchas del proletariado nos han enseñado, sin conciencia revolucionaria es difícil ir más allá de la catarsis social, de la insurrección. Sin conciencia de clase y sin organización no es posible entender el carácter y la magnitud de la batalla contrahegemónica que se emprende. Por eso, las masas necesitan convertirse en pueblo, el pueblo en sujeto revolucionario y el sujeto revolucionario en dictadura del proletariado.
“Únicamente es marxista quien hace extensivo el reconocimiento de la lucha de clases al reconocimiento de la dictadura del proletariado”, escribió Lenin, en el Estado y la revolución. Hay que instaurar el Estado de la dictadura del proletariado, comprendiendo que el socialismo solo se realiza como transición al comunismo y no en la prolongación de sí mismo. La nueva sociedad solo será superior al capitalismo en la misma medida en la que resuelva los problemas que el capitalismo no ha logrado solventar (por el contrario, los agrava). Aunque no solamente esto, también debe crear sus propios y nuevos desafíos, para lo cual hay que aprender a identificar, como Lenin, las coyunturas políticas para el cambio revolucionario: el sentido de la oportunidad política. El sentido del momento histórico.
Es comprensible que el término socialismo se desdibuje en el presente del imaginario popular, y que lo haga en la misma medida en la que las personas dejan de verlo como la solución a los avatares de su cotidianidad. O lo que es peor, que se le llegue a identificar como el origen de esos problemas. Si bien es imperativo aunar esfuerzos teóricos, académicos y pedagógicos en este sentido, no podemos desconocer que está en el abc del marxismo que la producción material de la vida es la que condiciona la producción espiritual de las personas.
Siguiendo las pistas del leninismo, el Che, en sus Apuntes de economía política, entendió que el comunismo debía ser: conciencia más producción de bienes materiales. Cuando esta proporción falla, comienza a desestructurarse el proyecto. Ante ello el socialismo que perfiló la teoría crítica, marxista y leninista para de contar con un referente material directo en la cotidianidad, en la vida real de las personas. Dejan de confluir la academia y la gente; la teoría y la práctica; la administración y las soluciones; la ideología y las calles; el Estado y la dictadura del proletariado; el sindicato y los trabajadores; el mercado y el pueblo; el pacto social y el proyecto; el socialismo y el comunismo.
A 155 años del natalicio de Lenine, el líder bolchevique aparecerá -una vez más- en la prensa cubana, pero su nombre estará bien escrito, su referencia será justa y su legado emprendido, mas no concluido. Y como él, en esa revolucionaria transformación económica y cultural que propicia la fundación del “reino de la libertad” -que llamamos socialismo-, debemos actuar con sentido de urgencia. Como diría aquel discípulo aventajado de Lenin que fue Mella: “No somos utopistas, en el sentido despectivo que a la palabra le han dado los acéfalos con títulos universitarios o sin él, al predicar la revolución social. Pero tenemos plena fe en hacer realidades nuestras utopías de hoy antes que el brillo mortal de los años cubra de blanco nuestras cabezas”.