
Dice, con ojos aguados, que su padre murió. No debe llegar a los diez años.
Tiene un rostro bello y su pelo lacio y color café. No puede contener las lágrimas.
Explica que antes, cuando estaba junto a su papá, jamás pasaba frío. Él se encargaba de buscar la leña y mantener el ambiente tibio para su pequeña.
Ahora el viento helado le entumece la piel, está sola, se puede oler en sus palabras el miedo. Siente que nada está bien.
A su lado, otra pequeña posee esa expresión de horror en su cara. Una especie de mueca involuntaria, como si el espanto les hubiera desfigurado la inocencia en la mirada. Están frágiles, desesperadas, en medio de una guerra.
Gaza se ha convertido en una herida sangrante en un costado del mundo. Una puñalada debajo del costillar de la tierra, una incisión profunda de la que emana sangre y un dolor sordo, constante.
Son las dos de la mañana y sigo de ojos abiertos.
La gripe y el nasobuco que llevo para cuidar del contagio a mi familia, martillan en mi sueño, lo perturban.
Estoy en el sofá. Acomodo la almohada. Veo el video de las niñas palestinas. Ausculto su tristeza con la misma pericia con la que el médico revisa mis pulmones.
A kilómetros de distancia puedo percibir su dolor, el desasosiego.
Nadie puede quedarse quieto cuando la tristeza raspa tan hondo, cuando la mirada es tan franca y triste, cuando las bombas les pisan los talones a tantos y tantos inocentes.
Una mano menuda se me posa en la cara.
Mi hija, con gesto tierno, me toma de la mano y me lleva hasta la cama.
Le gusta sentirme cerca cuando duerme, me huele, no logra conciliar el sueño si no estoy.
Deja que su piecito, que todavía me cabe en un beso, roce mi piel, como una especie de puente entre su cama y la mía.
Mi pequeña duerme.
Pero existen dos niñas que pasan frío desde que la guerra mató a sus padres. Dos niñas que no tienen la culpa.
Dos niñas de ojos llorosos que también merecen vivir.