Qué pesadilla y qué crimen. A solo nueve minutos de haber despegado del aeropuerto de Seawell, en Barbados, a 18 mil pies de altura, una bomba estalló dentro del avión Douglas DC-8 para provocar el pavor de los pasajeros del vuelo 455 de Cubana de Aviación.
¿Cómo habrán vivido aquel instante las 73 personas que viajaban en la aeronave? ¡Cuántos pensaron que aquel era el último momento y cerraron los ojos imaginando los seres queridos y el abrazo que no pudieron dar!
Cuatro minutos después, una segunda explosión en los baños traseros de la aeronave terminaría de consumar el horrendo atentado y el avión acabó hundiéndose en el mar, a la vista de los que disfrutaban las playas barbadenses.
Todavía, 48 años después de aquel terrible 6 de octubre, duele el acto de terror, duele saber que padres quedaron sin su único hijo, que varios hijos quedaron sin su padre o su madre, que hubo decenas de cuerpos sin aparecer en el océano, que de otros pocos apenas se encontró una mano, un fragmento, una supuesta pertenencia.
Aún nos duele la historia de la embarazada que se había ilusionado con su futuro retoño y fue asesinada por aquellas bombas, la de los progenitores que renunciaron a vivir cuando supieron que su hija había muerto, la de los 24 integrantes del equipo nacional juvenil de esgrima -entre atletas y entrenadores- que regresaban con sus medallas a casa a enseñárselas a sus familiares.
Si todo eso lacera el interior, también lastima demasiado conocer que no hubo castigo para los autores materiales e intelectuales del ataque y que se pasearon por ciertas calles como si fueran héroes.
Duele en lo hondo saber que nada podrá traer de vuelta a los 57 cubanos, 11 guyaneses y cinco norcoreanos que fueron víctimas del verdadero terrorismo, no el que aparece en agendas o listas selectas.
El dolor solo puede atenuarse uniéndonos en el homenaje sin formalismos, condenando el terror en todas sus variantes, andando en el tiempo sin odios, pero sin olvido.