En algunos momentos, he llegado a creer que con solo agitarlas, les conoce el desperfecto. Si está en sus manos, las compone al vuelo, y cuando te dice ‘puedes botarla’, ponle el cuño, aquello no da para más.
Desde horas tempranas, Julio César Tamayo Díaz, más conocido como El Chino de la tapicería, se asienta en su local, a la intemperie, bajo la sombra de un frondoso roble blanco, en una de las avenidas más concurridas de Bayamo, la calle Figueredo, en los frentes de la tapicería.
Allí levanta su timbiriche, una añeja mesa de madera sobre la cual esparce toda clase rara de utensilios, reminiscencias de lo que antes fuera un tenedor, una cuchara, una maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes… en fin.
Y es que para el rellenador y reparador de fosforeras, no existen herramientas establecidas, sino las que la propia creatividad humana es capaz de diseñar, al ser este un oficio exclusivo de Cuba: “En el resto del mundo las fosforeras son artículos desechables, solo aquí se reciclan, porque la gente no puede darse el lujo de botar”.
Más para librarse del gas tóxico que por el calor, el Chino prende su ventilador ruso, un Órbita que bien vale un monumento: “Este es el que me ha mantenido tantos años con vida, me chequeo anualmente los pulmones y están al ciento por ciento, sin ninguna lesión”.
Aprendió el oficio de forma empírica, tras dejar su trabajo como tornero en un taller de la Planta 26 de Julio, y abrirse camino como particular, buscando independencia y mejoría económica.
Desde entonces, mucho ha llovido y tronado a lo largo de estos 20 años, ininterrumpidos prácticamente, porque ni durante la Covid-19 estuvo inactivo; más bien, a petición de las personas, se le otorgó un permiso especial, para que, respetando la distancia entre los clientes, pudiera llenar y reparar fosforeras.
Pero llenar fosforeras con el Chino, más que un encargo que se asume a disgusto, es un placer. Siempre tiene una historia que contar y, ¡lo mejor!, buen ánimo. Nunca se le ve malhumorado ni con cara de pocos amigos, de manera que quienes acuden a su puesto, se llevan también alguna reflexión para la vida, como la de la caja de piedras, que tanto me fascina escuchar:
“Por aquí pasa mucha gente, algunos no tienen buena economía, les falta dinero para poner una piedra, yo siempre les he dicho que eso no tiene importancia; si no tienen el dinero, yo les regalo la piedra; lo importante es que resuelvan.
“Sucede que un día una persona vino con esa situación, no tenía dinero para la piedra y se la regalé. Al cabo de los años, finalizando mi jornada, alguien me llama y me dice: ‘Mira, yo quiero regalarte un paquete de piedras´, yo le pregunto: ´Pero, ven acá, por qué usted me va a regalar un paquete de piedras, si usted no me conoce´. Y me dijo: ‘Porque yo una vez pasé por aquí, no tenía dinero para la piedra y tú me la regalaste, ahora yo tengo una gran cantidad de piedras y te las voy a regalar.
“Realmente no recordaba, me quedé asombrado, porque es señal de que es un individuo agradecido y esa es la principal cualidad que uno debe tener en la vida; por lo demás, que te guste lo que haces. A mucha gente le agrada cómo trabajo, y eso compensa más que el dinero”.
Aficionado de la buena música y un ferviente devorador de libros biográficos, el Chino es uno de esos convencidos de que la lectura, aunque uno tenga un simple oficio de obrero, “te da mucho, te forma, te ayuda a vivir y a entender”; tal vez por eso sus historias siempre tienen un hálito filosófico que nos ayuda a enrumbar.
Sin antecedentes asiáticos probados, apenas sus ojos achinados y una rigurosa disciplina, carácter y profesionalidad quizás más asociadas a esta cultura, el Chino de la tapicería es uno de esos cubanos de agradable conversación y formado en la fe en el mejoramiento humano: “Tenemos que creer que el ser humano puede cambiar, lo que uno necesita a veces es un pequeño empujoncito para sobreponerse a las situaciones adversas”, le he escuchado en ocasiones.