Retoño y ternura

Tanto que nos desvivimos por crecer, para al final darnos cuenta de que no hay mayor delicia existencial que la niñez. Es la etapa de pilotear aviones y construir castillos, despreocuparse por el agujero en los bolsillos de los padres, empaparse en aguaceros de diferentes tipos.

FOTO/ Sam

Es el tiempo de hablar sin rubor cuando los grandes no se atreven, de soltar verdades sin pizca de miedo, de convertir un objeto insignificante en el mejor juguete, hallar la felicidad hasta en el hecho de mortificar a una hormiga.

Un pequeño es un buscador de tesoros en lo inimaginado, un espadachín contra la hipocresía y los convencionalismos, un dibujante que no necesita pinceles, un retoño vivo hecho ternura.

Los niños pueden ponerle un corazón a un muñeco y hacerlo latir en el momento menos pensado, inventar una palabra que haga reír toda una tarde, diagnosticarnos el mal genio poniéndonos un estetoscopio plástico en los tobillos.

Existen pocas escenas como las de una niña que abre los brazos espontáneamente a la llegada de un ser amado y luego regala un beso con sabor a gloria. No hay nada comparable a sentir sus manos apretando la nuestra; nada como ver a una personita que no nos llega a la rodilla vestida con atuendos mayores para creerse doctora, deportista o cosmonauta.

Un niño jamás debe ser bombardeado, humillado, ninguneado, subestimado, convertido en trofeo o en adulto antes de tiempo.

Un niño es una travesura andante, casi siempre hermosa; un duende que necesita más horas de nuestro reloj, un poeta pequeño que cada día necesita un barco de comprensión y calma, un viento que le haga volar y soñar, un verdadero abrazo.

Osviel Castro Medel

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