Atravesaba la Plaza de Santo Domingo, cuando se detuvo y esperó a los demás, para llegar juntos; pero los fogonazos del alma no cesaban y sentía que el corazón quería salir por la boca.
A la Plaza de Armas no pudieron llegar, porque patriotas sudorosos, eufóricos, cariñosísimos, algunos sonrientes y todos armados, impedían el paso, invitaban a buscar otras sendas y andaban presurosos de un lado a otro.
“Debe ser algo grande, porque nunca había sucedido esto”, reflexionaba sin detenerse.
Atravesando patios y casi empujados por la multitud, fueron alcanzando, paso a paso, una esquina de la Plaza de la Catedral.
Otra vez se detuvo para esperar al resto; empezó a notar la ausencia del padre; pero no pudo apartar la mirada de los jinetes que llegaban de todos lados.
Algo interno le hacía pensar que Ortelio vendría en uno de esos grupos.
No había terminado de imaginarlo, cuando lo vio, en un alazán brioso que prácticamente caminaba a saltos, sudaba hasta los cascos y parecía más alto y más fuerte que sus compañeros.
Las miradas se encontraron, justamente, en el instante en que él detenía la bestia, se quitaba el sombrero de paseo y, erguido, como si estuviera de pie, unía su voz a las de muchos que cantaban una marcha vibrante y retadora, algunos la tarareaban y los demás hacían silencio.
Tras los gritos de varios jefes, la caballería en que andaba Ortelio se alejó de la Plaza, y él, que únicamente había mirado para Arsenia, se despidió agitando el sombrero en la mano derecha.
“No nos dieron tiempo para el primer beso; es posible que ni pueda pedir mi mano. ¡Dios Todopoderoso, no permitas que muera un amor tan bonito!”, oraba Arsenia, cuando la hermana mayor la sacó del embeleso, diciéndole, casi a gritos, que el padre no pudo despedirse y ya fue visto en uno de los famosos corceles “pombos”, de las fincas de Francisco Vicente Aguilera.
Era 20 de octubre de 1868 y, al cantar la marcha La Bayamesa, de Perucho Figueredo, negros y blancos, pobres y ricos, agricultores, artesanos e intelectuales, civiles y militares, jóvenes y adultos, extranjeros y nativos, campesinos y citadinos, soldados y jefes, protagonizaban uno de los episodios más estremecedores en la historia del país.
Con él bastaría para que el escenario pasara a llamarse Plaza del Himno Nacional, pero también acogió otros momentos notabilísimos relacionados con dicha pieza.
Estudiosos precisan que la explanada surgió con el poblado hispano, en 1514, y se le denominó Plaza de la Iglesia Mayor de San Salvador.
Según se dice, el primer templo fue una pequeña ermita, en el sitio de la misa inaugural.
La entrada, de frente hacia el río Bayamo, afluente del Cauto, recuerda que ambas corrientes eran navegables entonces y, por ello, constituían la principal vía de entrada y de salida.
Confluían en la plaza las calles de San Francisco, de Jesús y del Salvador, además de los callejones de Dolores y de la Burruchaga.
De 1915 a 1974, era llamada Plaza Rabí, como tributo al jiguanicero Jesús Sablón Moreno (1845-1915), combatiente de las tres guerras por la independencia y Mayor General del Ejército Mambí.
En 1982, el padre Juan Quijano precisaba que el oratorio de carácter definitivo quedó edificado de 1600 a 1604; fue reconstruido en 1624 y 1766, luego de afectaciones causadas por terremotos, y la tercera reconstrucción finalizaría en 1919, para eliminar daños del incendio de 1869, que destruyó 15 iglesias en esta urbe, donde entonces residían unas 10 mil personas.
Quijano opinaba que aquí no hubo, exactamente, una fundación, sino el fomento de la antigua comunidad aborigen (tres mil habitantes), mediante la adición de la villa de San Salvador, fundada, en 1513, a 40 kilómetros del lugar.
Agregaba que la Iglesia Mayor fue designada parroquia en 1613 y, con la destrucción parcial en 1869, desapareció un impresionante maderaje, es decir, altares y retablos de estilo barroco, laminados en oro. Esas obras mostraban la riqueza y el abolengo de la ciudad, una de las más prósperas en la larga noche colonial de Cuba.
Exponente del brillo arquitectónico y ornamental, la Capilla de Nuestra Señora de los Dolores quedó montada en el siglo XVIII, escapó de las llamas independentistas en el XIX y fue restaurada a principios del XXI, esta última acción apoyada por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano Local, la Cooperación Descentralizada de la Región Toscana, Italia, y la ONG italiana Arci.
En una casona con acceso a la Plaza de la Parroquial Mayor y a la de Armas, nació, el 18 de febrero de 1818, Perucho Figueredo, reconocido entre los líderes más sobresalientes de la generación de 1868.
Su hogar y el ingenio Las Mangas fueron escenarios permanentes de la conspiración iniciadora de la primera guerra cubana por la independencia y contra la esclavitud.
El 14 de agosto de 1867, en la vivienda mencionada, unos 60 patriotas crearon el Comité Revolucionario de Bayamo, encabezado por Francisco Vicente Aguilera (presidente), Francisco Maceo Osorio (secretario) y Perucho (vocal).
Este último aprovechó la sesión para interpretar al piano la música de la marcha La Bayamesa, compuesta por él, en la madrugada del mismo día, y convertida en Himno Nacional de Cuba, años después.
Instrumentada por Manuel Muñoz Cedeño, albañil, músico y maestro de capilla de la Iglesia Parroquial Mayor, la pieza tendría estreno orquestal, el 11 de junio de 1868, dentro y fuera del templo, o sea, en el Te Deum y la procesión de la fiesta del Corpus Christi, lo cual convertiría la fecha en uno de los momentos más emotivos, significativos y recordados de la conspiración.
Testigos contaban que la iglesia estaba engalanada y repleta de público, incluidos el teniente coronel Julián Udaeta y Arechavala, gobernador militar de la ciudad, su estado mayor y un batallón de infantería que le escoltaba.
Protagonizaron a hazaña, como violinistas, Manuel Muñoz Cedeño (director), Pedro Muñoz Jerez y Juan Ramírez; los clarinetistas Manuel Muñoz Jerez, Joaquín Fonseca y Jesús Hechavarría; José Caridad Cedeño y Miguel Aguilera (cornetín), Juan Aguilera (trombón), Francisco Cedeño (bombardino), Francisco María Tamayo (figle) y José Manuel Aguilera (contrabajo).
El canto masivo de la letra, también escrita por Figueredo, no sería menos estremecedor y, como se dijo, sucedió el 20 de octubre siguiente, cuando el pueblo y sus líderes festejaban, enardecidos, la toma de Bayamo. Con toda razón, a partir de 1980, la fecha está declarada Día de la Cultura Cubana.
En la noche del ocho de noviembre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes entró bajo palio a la Parroquial de Bayamo, honor reservado a los jefes de Estado; el cura Diego José Baptista bendijo, en el presbiterio, la bandera enarbolada en La Demajagua, y en el atrio del edificio católico, el maestro Muñoz dirigió el estreno oficial de la marcha, cantada por 12 jóvenes bayamesas (Candelaria y Elisa Figueredo Vázquez, Adriana del Castillo Vázquez, Ana, Inés e Isabel Jerez, Catalina García, Ana y Victoria Rodríguez, Ana Estrada, Caridad González y Amelia Montero), con acompañamiento de la orquesta de la iglesia.
En las historias de Cuba, sus gestas independentistas, Bayamo, la Parroquial Mayor y el Himno Nacional, no debe faltar Diego José Baptista y Rodríguez de Orellano, nacido en 1778, en esta urbe, y fallecido, el 14 de febrero de 1876, en Santiago de Cuba. El estudio desprejuiciado de su personalidad pudiera ubicarla, tal vez, junto a Félix Varela y José de la Luz y Caballero, en la formación del pensamiento revolucionario cubano, y ayudaría a explicar por qué las guerras por la soberanía comenzaron en el valle del Cauto.
Desde el 2 de octubre de 1815, fue el cura rector y capellán en el principal templo católico bayamés, puesto en que generosidad, valor y patriotismo le permitieron influir en no pocos líderes de la generación de 1868.
En fiesta de Semana Santa, contradijo, ante la multitud, una orden del mariscal de campo Luis de Monteblanch, quien mandaba tropas regresadas del frustrado intento de reconquista en Santo Domingo.
En procesión del Corpus Christi, se impuso al general Segismundo Reytor, gobernador de la ciudad, detuvo la caminata varias horas y la reinició cuando lo autorizaron a pisar la bandera española, como era norma ceremonial, esa vez sobre fango.
Por ello, no debe asombrar que, apoyado en el enorme poder de la Iglesia Católica, permitiera estrenar la melodía del futuro himno, dentro y fuera del santuario; bendijera la bandera de los libertadores y acogiera el estreno oficial de la marcha guerrera de Figueredo.
Tras estos hechos, fue considerado infidente, pero solo pudieron trasladarlo hacia Santiago de Cuba.
Diego José Baptista protagoniza un mural dibujado, en 1919, por el dominicano Luis de Desangles, en la nave principal del templo bayamés, para perpetuar la bendición de la enseña de La Demajagua y el estreno oficial del Himno.
Es la única pintura de tema político dentro de un oratorio católico cubano.
El 19 de junio de 1959, en la conmovedora explanada bayamesa, Camilo Cienfuegos, uno de los más queridos líderes de la Revolución, pronunció su jocosa respuesta a ganaderos que intentaban impedir o mediatizar la la Ley de Reforma Agraria: “Con novillas y sin novillas, les partiremos la siquitrilla”.
(CONTINUARÁ)
Fuentes:
Colectivo de autores: Bayamo en el crisol de la nacionalidad cubana. Ediciones Bayamo, Bayamo, 1996. Volumen I.
Maceo Verdecia, José: Bayamo. Edición anotada: Ludín Bernardo Fonseca García, Ediciones Bayamo, Bayamo, 2009.
Mari Aguilera, Eduardo e Idelmis Mari Aguilera: Entre el batey y el parque, las plazas. Ediciones Bayamo, Bayamo, 2005.
Naranjo Tamayo, Aldo Daniel: El estandarte que hemos levantado. Apuntes cronológicos. Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874). Ediciones Unhic, La Habana, 2019.