Cuba y la Santa Sede 90 años después

Hace noventa años, el 7 de junio de 1935, Cuba y la Santa Sede sellaron oficialmente un vínculo diplomático que, contra viento y marea, ha resistido las sacudidas del siglo XX y los desafíos del XXI. Aquel acuerdo no fue solo el inicio de una relación formal: fue la expresión de un entendimiento que, sin grandes alaracas, se ha nutrido de respeto mutuo, escucha atenta y una diplomacia tenaz que ha preferido los puentes a las trincheras.

Las raíces de esa relación se hunden en la historia convulsa de la isla tras el fin del dominio colonial español en 1898. Con la desaparición del Patronato Regio, la Iglesia Católica en Cuba quedó en una posición incierta, sin los privilegios del pasado. Desde Roma, la preocupación era clara: ¿quedaría la Isla bajo la influencia protestante promovida por Estados Unidos?

Fue entonces cuando el Vaticano, antes de dar un paso definitivo, optó por enviar delegados apostólicos para tomar el pulso a una nación bajo la intervención norteamericana. Uno de ellos, monseñor Placide-Louis Chapelle, tuvo incluso que gestionar las renuncias de obispos vinculados estrechamente con el viejo régimen colonial. Eran tiempos de transición, de tensiones eclesiásticas y políticas. Pero el cauce, aunque tortuoso, seguía abierto.

Décadas después, en un país que buscaba rehacerse tras la caída del dictador Gerardo Machado, la coyuntura se tornó propicia. El presidente Carlos Mendieta, con la firma del secretario de Estado José Barnet, y el papa Pío XI, dieron el paso histórico. Monseñor Giorgio Giuseppe Caruana presentó sus cartas credenciales como primer Nuncio Apostólico en Cuba el 6 de diciembre de ese mismo año. La relación quedó sellada.

Desde entonces, el diálogo nunca se ha interrumpido. No cesó con el triunfo de la Revolución en 1959, cuando otros países optaron por romper relaciones con Cuba. El Vaticano no lo hizo. Apostó por el contacto, la diplomacia serena y el entendimiento paciente, incluso en los momentos más difíciles. La historia recompensaría esta relación.

Despide a su santidad el Papa Juan Pablo II al concluir su visita a Cuba, Aeropuerto Internacional José Martí, La Habana, 25 de enero de 1998

Pocas naciones en América Latina pueden decir que han recibido la visita de los tres últimos pontífices. En 1998, san Juan Pablo II llegó a La Habana con un mensaje que todavía resuena en la memoria colectiva: “Que el mundo se abra a Cuba y que Cuba se abra al mundo”. Aquella frase fue, a la vez, una invitación al diálogo y un rechazo firme al aislamiento. No era retórica. Era una toma de posición.

La Habana despide a Benedicto XVI. Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate

Le siguió Benedicto XVI, en 2012, quien denunció con claridad que las sanciones externas solo agravaban el sufrimiento del pueblo cubano y atentaban contra su dignidad. Y en septiembre de 2015, el Papa Francisco aterrizó en Cuba como un viejo amigo. Su cercanía fue palpable. “Gracias, cubanos, por hacerme sentir en casa”, dijo. Fue en La Habana donde se produjo el histórico encuentro con el patriarca ortodoxo Kirill, un gesto de unidad ecuménica que convirtió a la capital cubana —en palabras del propio pontífice— en “la capital de la unidad”.

Desde la voz profética de Juan Pablo II hasta las intervenciones de Francisco, la Santa Sede ha sostenido una línea clara: el bloqueo económico, comercial y financiero impuesto a Cuba es inmoral. El cardenal Tarcisio Bertone, en su visita de 2008, fue contundente: el bloqueo constituye “una opresión para el pueblo cubano”. Benedicto XVI lo reiteró en su momento. Y Francisco fue aún más directo. En su encuentro con movimientos populares, condenó los bloqueos y sanciones unilaterales como formas de violencia contra los pueblos.

El General de Ejército Raúl Castro Ruz, presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba, junto al Papa Francisco, Sumo Pontífice de la Iglesia Católica y Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano, en la despedida al Sumo Pontífice, en el Aeropuerto Internacional General Antonio Maceo, en Santiago de Cuba, el 22 de septiembre de 2015. AIN FOTO/Ismael Francisco/Cubadebate/sdl

Durante el vuelo de Santiago de Cuba a Washington, el Papa argentino no esquivó la palabra incómoda. Llamó “bloqueo” al bloqueo. Y en una entrevista concedida en julio de 2022 a Univisión Noticias, reconoció: “Yo me quedé contento cuando se logró ese pequeño acuerdo con los Estados Unidos que el presidente Obama quiso en su momento, y Raúl Castro lo aceptó… Fue un buen paso adelante, pero se detuvo… Cuba es un símbolo. Cuba tiene una historia grande. Yo me siento muy cercano, incluso a los obispos cubanos”.

El vínculo entre Cuba y la Santa Sede ha sido también humano, no solo institucional. En 1996, Fidel Castro fue recibido por Juan Pablo II en el Vaticano. Años después, Raúl Castro visitó al Papa Francisco, con quien compartió no solo una visión política sino también una sensibilidad por los pobres. En 2023, el presidente Miguel Díaz-Canel fue recibido por el Sumo Pontífice en Roma, en otro encuentro marcado por la escucha respetuosa y la voluntad de diálogo.

A veces, sin embargo, son las anécdotas las que iluminan mejor la hondura de esta relación. Luis Amado Blanco, periodista, novelista y embajador cubano ante la Santa Sede durante casi quince años, relató una confidencia entrañable. En plena Crisis de Octubre, el papa Juan XXIII le dijo: “Embajador, diga de mi parte a mi hijito Fidel que resista, que el Santo Padre ora por él y por Cuba”. Lo contó el propio embajador, y lo recogió monseñor Carlos Manuel de Céspedes en un artículo publicado en Palabra Nueva en 2001. El canciller Raúl Roa, que visitó en los años 60 con Amado Blanco a Castel Gandolfo, la residencia de verano del Papa, recordaría el momento con emoción: “Allí nos recibió Juan XXIII, el papa de los humildes, de origen campesino y pesaroso”.

Hoy, cuando se cumplen noventa años de ese paso diplomático, Cuba y la Santa Sede siguen caminando juntas. Dialogan. Discrepan. Se escuchan. En ese ejercicio profundo de interlocución —teológica, política, humana—, Cuba ha encontrado un interlocutor singular: uno que no impone, ni amenaza.

Y quizá ahí radica la clave de esta relación: en su vocación por acompañar. Como dijo Juan Pablo II, “el pueblo cubano es protagonista de su historia”. Y en esa historia, la Santa Sede ha sabido estar presente. No como poder colonial ni como vigilante externo, sino como testigo solidario de un pueblo.

Porque, al fin y al cabo, noventa años no son solo una cifra. Son la prueba de que hay vínculos que, pese a las tormentas, no se rompen. Se transforman, se adaptan, pero no se quiebran. Y cuando la diplomacia se sustenta en la dignidad, el diálogo se convierte en permanencia.

Yilena Borrero Luzua

Comparte si te ha gustado
Scroll al inicio