Boris Luis Cabrera Foto de Phil Selig
Hay lugares que no envejecen: respiran con la ciudad, laten con su gente. El “Coloso del Cerro”, es uno de ellos. En sus gradas se mezclan generaciones, y en su polvo rojo están grabadas las huellas de héroes anónimos y de glorias inmortales. Allí se ha reído, llorado, cantado y hasta rezado por un jonrón imposible.
El viejo Gran Stadium de La Habana —como se llamó al principio— fue inaugurado un 26 de octubre de 1946 ante más de 30 000 fanáticos que abarrotaron las gradas para ver a los Alacranes del Almendares medirse con los Elefantes de Cienfuegos. Aquel día nació una leyenda que, con el paso del tiempo, adoptó un nombre más grande y más nuestro: Estadio Latinoamericano.
Desde entonces ha sido testigo de todo: del béisbol profesional y del amateur, del rugido de los Industriales y del silencio solemne de las derrotas. En su césped retumbaron los pasos de Agustín Marquetti cuando mandó a volar aquella bola en 1986, y su eco todavía vibra en las noches habaneras. Fue también escenario de la visita histórica de los Orioles de Baltimore en 1999, un abrazo deportivo que detuvo el tiempo por un instante.
Pero “El Latino” es más que béisbol. Es escenario de memoria, donde se celebraron conciertos, mítines, rodeos y hasta peleas de boxeo. En sus pasillos vive el espíritu de Armandito el Tintorero, eterno animador, cuya estatua —obra de José Villa Soberón— guarda su sitio en las gradas como si aún esperara el próximo batazo azul.
Con su historia tatuada en cada baranda, el Estadio Latinoamericano es algo más que cemento y hierro: es un corazón colectivo. Cada 26 de octubre La Habana vuelve a mirarlo con gratitud, como se mira a un anciano querido que, pese al paso del tiempo, sigue siendo el alma de la casa.
Visitar este recinto, más que para ver un juego, es volver a la infancia, a la identidad, a ese rincón donde Cuba entera sigue jugando su eterno partido contra el olvido.



