Alegría de Pío: La emboscada que engendró la victoria

El 5 de diciembre de 1956 amaneció calmo y húmedo sobre la costa oriental de Cuba. Nada en la luz tenue del alba anunciaba la carnicería que se cerniría sobre el cañaveral de Alegría de Pío, en el municipio de Niquero. Allí, ocultos entre la espesura, los 82 expedicionarios del yate Granma yacían exhaustos y vencidos por el agotamiento.

Eran los sobrevivientes de una travesía que, en lugar de cinco días, se había extendido a una semana de tormentas, mareos y desesperación. Hambrientos, deshidratados, con los uniformes hechos jirones y los pies llenos de llagas, aquel reducido grupo comandado por Fidel Castro, buscaba un instante de reposo antes de internarse en la imponente Sierra Maestra.

El silencio fue roto de forma brutal y súbita a eso de las cuatro de la tarde. Primero fue una bala, luego una ráfaga, y después el estallido coordinado de una emboscada perfectamente tendida por el ejército de Fulgencio Batista. La sorpresa fue total. El cielo se llenó de plomo y fuego. Las balas silbaban, cortando las hojas de caña y la carne con igual saña. El aire, pesado y caliente, se saturó del olor a pólvora, a tierra revuelta y a sangre.

Cada hombre tuvo que luchar por su vida en una vorágine de confusión. Algunos, como Ernesto Che Guevara, resultaron heridos; otros, en su desesperada huida, perdieron sus armas o sus escasos pertrechos. El bosque, que minutos antes ofrecía refugio, se convirtió en un huracán de disparos. Uno de los guardias exclama al silbido de las balas: ¡Ríndanse, ríndanse!, pero la voz de Juan Almeida gritó aún más fuerte: ¡Aquí no se rinde nadie, c…!

La persecución fue implacable. Muchos de aquellos jóvenes, desorientados y separados, por azar «chocaron» con el enemigo, cayeron asesinados en los encuentros fortuitos o fueron ejecutados tras ser capturados.

Fidel, tenaz, junto a Faustino Pérez y Universo Sánchez, marcha hacia las estribaciones de la Sierra Maestra. Raúl lo hace también al frente de un segundo grupo. Mientras un tercero, con Almeida al frente, en el que el Che iba herido, busca de igual manera el amparo de las montañas.

Alegría de Pío no fue el fin, sino el violento y sangriento parto de una guerrilla. Aquel fracaso táctico, les hizo ver la absoluta necesidad del cambio que tanto perseguían. Les enseñó, a sangre y fuego, las lecciones fundamentales de la guerra irregular: la movilidad, el conocimiento del terreno, el apoyo de la población campesina.

De aquel puñado de sobrevivientes renació el Ejército Rebelde. Después, se incorporaron los primeros guajiros de la Sierra, y los siete, se convirtieron en 12, luego 30, después cien. El Ejército Rebelde dejó de ser un nombre para convertirse en una fuerza insurgente que, nutrida por la experiencia aprendida ante el revés, creció a paso acelerado.

Aquella prueba de fuego forjó la inquebrantable convicción de que la victoria, por imposible que pareciera, era el único destino posible. La semilla, regada con la sangre de los caídos, había encontrado tierra fértil en la montaña.

Anaisis Hidalgo Rodríguez

Comparte si te ha gustado
Scroll al inicio