Por Luis Carlos Frómeta Agüero
Como el abarrotamiento de personas era considerable, acudí al área de transportación por camiones: Hasta Bayamo, cinco mil pesitos nada más, fue la respuesta.
Los bolsillos se encogieron y tembló mi tarjeta magnética. Esperanzado aún, llegué a otro de los camioneros, luego a otro, otro y a otro más, todos con la misma propuesta. De regreso al salón principal, un joven de estilo quijotesco entró a escena:
-Puro, allá afuera tengo una guagua arrendada que va para Bayamo.
-¿Precio?
-Cinco mil -dijo sonriente- Es mejor que viajar en camión. Usted decide.
-¿Aceptan transferencia? -pregunté.
-No, hombre, no, pero le indico cómo llegar al cajero más cercano.
Y como la pizarra marcaba tres bolas y dos strikes, acepté.
De regreso, me esperaba el ómnibus y agradecí el gesto. Era el último de los mohicanos, digo, de los pasajeros, en subir a bordo.
Avancé por el enmarañado pasillo que recordaba al tren expreso en sus mejores tiempos: una cama de hierro, rollos de mallas pirle, cajas con botas para agua, paquetería de todo tipo, tanquetas con petróleo, una nevera y tres gallos de lides, colocados en jabas de tela, obstaculizaban el acceso interior.
Sorteando escollos llegué a mi puesto, abrí la ventanilla en busca de aire puro y en breve Morfeo, dios de los sueños en la mitología griega, lanzaba señales de aviso, mientras aquel aparato rodante marchaba a regañadientes, hasta detenerse en las afueras de la capital cubana:
-Se partió la correa- alertó uno de la tripulación y en poco tiempo el problema quedó solucionado. De nuevo en marcha, pero, como la alegría en casa del pobre dura poco, el nuevo aviso tensó el ambiente:
-Caballeros, esto se ponchó y demoraremos un poco, porque no traemos gato hidráulico.
Pasada la hora, apareció el felino, prestado por un solidario.
Al sobrepasar los límites de la capital agramontina, la noche anunciaba su llegada, cuando un nuevo parte puso en jaque a todos:
-Por favor, la batería apenas tiene carga y continuar la marcha a oscuras, es peligrosa para nuestras vidas.Entraremos al parqueo más cercano, hasta que amanezca.
La irritación multiplicaba el malestar entre los viajeros: los celulares sonaban sin descanso en medio del apagón acompañante, los moquitos avanzaban como expertos espadachines medievales y el reclamo de trasbordo a otro medio con similar destino, se tornaba inminente.
Pensé entonces en la caja de Pandora, recipiente de la mitología griega, tomado de la historia homónima de la primera mujer creada por Hefesto, tras la orden de Zeus, y que contenía todos los males del mundo. No sabía en qué lugar, pero la imaginaba entre los bultos.
Al llegar la alborada, solo cinco pasajeros quedamos a bordo. Arrancó el Bumbunchácata y antes de llegar a Las Tunas explotó una de las gomas traseras, que obligó a reducir la marcha.
En medio de interminables horas de agonía y paciencia, otra vez el dilema del gato hidráulico y la indoblegable resistencia de los escasos pasajeros aferrados al dicho: No hay mal que por bien no venga.
Sustituido el neumático… ¡A la marcha con obstáculos! Felizmente, Bayamo: 31 horas de viaje, muchas historias por contar y una maceta de anoncillos, regalo de los choferes, a los vencedores de lo imposible.