Aunque habían sancionado la violenta medida, al marcharse cargando sus jolongos no podían evitar que la indignación y el llano aflorasen a sus rostros.
Como había sectores de la urbe sin prender fuego, Perucho Figueredo ordenó al coronel Pío Rosado formar grupos para atizar los tizones. Por eso, patriotas a caballo se encargaron de prenderle fuego a las casas que aún se mantenían intactas.
El testimonio de Nicolás Heredia, quien en esos momentos sólo contaba con diez años de edad y llegó a ser un escritor afamado, brinda otros interesantes detalles: “Como no había que perder un momento en vista de que las avanzadas de Valmaseda estaban próximas, nadie tuvo tiempo de salvar los objetos de uso más necesarios para la vida.
Todo el mundo estaba poseído del vértigo de quemar.
Los generales hasta daban planazos a los soldados que no andaban listos en la tarea de atizar el fuego.
Unos rociaban de petróleo las puertas y ventanas, otros hacinaban maderas secas para activar la catástrofe.
Quien usaba fósforos, quien tizones encendidos.”
En otra parte de su escrito sobre la destrucción de Bayamo, Heredia señaló: “Los catalanes o dueños de tiendas y bodegas, llamaban a los que huían para que cargaran a su antojo con los efectos que quisieran.
Sólo hicieron uso de esta autorización, en parte forzosa y en parte espontánea, los montunos que habían ido aquel día a la población y regresaban en sus bestias sin carga.”
Uno de aquellos comerciantes catalanes, José Más, fue uno de los últimos en salir de la ciudad incendiada.
Después contó a un fiscal español: “No pudiendo salvar nada tuvimos que salir precipitadamente para ocultarnos en las montañas con la familia compuesta por doce personas.”
En pocas horas la ciudad estuvo envuelta en llamas, las que devoraba con vertiginosa rapidez cuanto encontraba a su paso e irradiaba su luz a muchos kilómetros de distancia.
Se destruyeron construcciones imponentes, como casas señoriales de dos plantas, los pintorescos edificios del teatro y la Sociedad Filarmónica, iglesias, escribanías, notarías, academias de música, boticas, hoteles, restaurantes, fondas, cafeterías, panaderías, galleterías, confiterías, billares, tiendas de ropas, sastrerías, ferreterías, carnicerías, tabaquerías, sombrerías y zapaterías, entre muchas más.
Los portales de muchas viviendas contaban con columnas dóricas, enrejados y puertas con preciosas maderas, las cuales desaparecieron para siempre.
La ciudad ardió durante cinco días, con las palomas volando en busca de sus nidos. Curiosamente, algunos edificios de la parte céntrica no se destruyeron, entre ellos la capilla de la Virgen de la Dolorosa, dentro de la Iglesia Parroquial y las casas natales de Carlos Manuel de Céspedes y Tomás Estrada Palma.
De su poco más de mil 200 viviendas, fueron arruinadas mil 012, es decir, el 86 por ciento del total. En el libro Fuego y ocaso (2005) de la autoría de la historiadora y profesora universitaria Idelmis Mari Aguilera se recogen las numerosas casas destruidas en las calles El Ángel, San Pedro Mártir, Santo Domingo, Plaza Isabel II, San José, El Cristo, San Salvador y San Francisco y El Cristo, siendo las áreas de más afectaciones.
LA ENTRADA A BAYAMO DE LAS TROPAS ESPAÑOLAS
No fue hasta el 16 de enero, en horas del mediodía, que la poderosa agrupación española, mandada por el conde de Valmaseda, entró a las ruinas de Bayamo.
En sus calles no había una sola alma, sus plazas desiertas, ni un árbol ni un jardín. Por todas partes, solo veían la mampostería ennegrecida y las maderas calcinadas.
Muchos rincones todavía estaban humeantes, al punto que provocaba asfixias.
El oficial de estado mayor de la columna hispana, Teodorico Feijoo Mendoza, apuntó en su diario, a veces mal citado: “Seguimos caminando lentamente, las casas incendiadas, las paredes hendidas, las maderas aun humeantes,poco menos que nos asfixiaban; caminábamos sobre brasas sin que se crea hipérbole… era menester apartar las vigas y horcones encendidos para poder facilitarnos paso por en medio de las calles.”
El escrito muestra que todavía había algunas casas que eran presa de las llamas, mientras la mayor parte ofrecían tan solo las cenizas aún calientes del incendio.
La descripción de Feijoo es fotográfica, incluyendo las emociones de los militares: “Seguimos avanzando lentamente: un silencio sepulcral cerraba los labios de todo el mundo…”
El mismo uniformado hispano anotó que afloraron varias preguntas: “¿Qué se habrá hecho nos decíamos unos a otros, de las dos mil familias que habitaban este pueblo? ¿A dónde están los enfermos, los ancianos y los niños? Horror causa la respuesta…”
En su libro Estampas de Bayamo (1982), el historiador José Carbonell Alard describió ese momento de pasmo del enemigo: “Un volar de palomas y rugir de techos calcinados de la que fuera rica y culta ciudad, era lo que presenciaban los ojos atónitos de los españoles.”
En uno de los muros de la Sociedad Filarmónica, escrito con carbón, se podía leer en letras grandes: “Plaza de la Revolución”.
El ideal de no ceder su independencia, lucha redentora antes que esclavitud y decoro antes que humillación.
Al día siguiente, a través de la comandancia de Manzanillo, el jefe militar colonialista envió a La Habana el anunció siguiente: “Manifiesto a V.S. al capitán general que ayer 16, a las doce del día, entró a Bayamo incendiado en su totalidad por el enemigo; así como también lo han hecho con el vecino pueblo de El Dátil.”
Y agregaba, contento de haber recuperado Bayamo: “La toma de Cauto Embarcadero por mi columna, y la acción de El Salado, donde le causó 120 muertos e infinidad de heridos, los trae dispersos y entregados al pillaje y procurándose víveres para esconder en la Sierra.”
Por el estado destruido de la ciudad y todavía humeante, el general vizcaíno tuvo que acampar en los campos aledaños del sector este, aprovechando la otrora Torre de Zarragoitía, la que estaba en estado ruinoso desde mucho tiempo atrás, y en la cercana quinta de Miniet.
En el área construyó prontamente parapetos y barracones de ladrillos y piedras, ante la posible ofensiva de las fuerzas rebeldes.
El audaz gesto de quemar la ciudad, impidió que los colonialistas pusieran en práctica de inmediato los planes trazados de ocupar Jiguaní y desplazarse hacia Manzanillo y Santiago de Cuba.
Sin el apoyo de refuerzos, el conde de Valmaseda estaba consciente de que no podría operar en el Cauto con posibilidades de éxito.
En efecto, desde las zonas de El Ingenito y San Antonio, unos seis kilómetros al sureste de Bayamo, Carlos Manuel de Céspedes concentraba las partidas insurrectas, al tiempo que incentivaba a los generales Modesto Díaz, Luis Marcano y Juan Hall a realizar ataques a los españoles en la torre de Zarragoitía.
De ahora en adelante el lenguaje del general español no transpiraba victorias, sino el desesperante auxilio de refuerzos.
Estos llegaron desde Las Tunas y Manzanillo, a partir de mediados de febrero de 1869, por lo que desencadenó una ofensiva exterminadora de los insurrectos, saqueo y violación de mujeres en los campos. Muchas familias bayamesas fueron reconcentradas en Bayamo y Jiguaní, donde padecieron torturas, hambres y enfermedades.
En la región del valle del Cauto se hicieron famosos por sus crímenes contra la población civil el coronel Valeriano Weyler, el comandante Carlos González Boet y el capitán José Dolores Benítez (Lolo).
A pesar de los reveces, los patriotas porfiaron en el empeño de hacer a la patria libre y soberana, bajo la guía de Céspedes, Aguilera, Perucho, Gómez y otros tantos titanes de la libertad.
Era el mejor ejemplo de resistencia armada para el presente y futuro del pueblo cubano.
EL EJEMPLO INMORTAL DE BAYAMO
Las llamas que ascendieron al cielo dieron una clarinada al pueblo de Cuba y del mundo de la decisión irrevocable de los cubanos de luchar hasta las últimas consecuencias por la independencia absoluta de la patria.
La nación quedó hondamente conmovida frente a semejante audacia de los bayameses, avivando su patriotismo y la dignidad de la Revolución.
Carlos Manuel de Céspedes al evaluar su grandeza decía: “Este hecho heroico, que la historia consignará en una de sus mejores páginas, le hará comprender al mundo, que los revolucionarios de Cuba, están dispuestos a sacrificarlo todo, antes que deponer las armas y volver a sujetarse al yugo del Gobierno de España.”
El general máximo Gómez, fascinado del genio centelleante de los bayameses, acerca de esta epopéyica acción escribió: “A Bayamo seguramente reservará la historia una página tan honorable como gloriosa.
Aquel pueblo no se reservó nada: todo, absolutamente todo, lo ofrendó a la Revolución.”
Y completó la idea en todo admirativo: “Sin distinciones de clase ni de categorías, la población en masas, sin quejas sin esfuerzos, más bien con altanero orgullo y satisfacción extraña y digna a la vez, abandona el campo al enemigo poniendo fuego a sus hogares.”
Sus mensajes de rendición y cubanía calaron bien profundo en los sentimientos del joven escritor revolucionario José Julián Martí, el que celebraba que el estampido del cañón hubiera estremecido a la patria desde el Cauto, tierra de la clásica libertad.
En su propaganda revolucionaria muchas veces Martí acudió al ejemplo singular de los bayameses, admirando su patriotismo y valentía.
Por supuesto, en sus escritos no podía faltar el gesto magnífico protagonizado en Bayamo frente a las hordas del conde de Valmaseda.
Entonces escribió: “… los ricos de Bayamo pusieron fuego a sus casas, más para saludar con digna antorcha el nacimiento de la patria libre que para quemarle el asilo a la tropa cercana de Valmaseda.”
Y en otro pasaje memorable proyectó la grandeza política y moral de la quema: “No ceden los insurrectos.
Como la Península quemó a Sagunto, Cuba quemó a Bayamo.” Así, dejaba bien claro que la hazaña de los bayameses equivalía a la toda Cuba.
Las llamas de Bayamo las tenía presente el Apóstol en su bregar para alzar de nuevo por la independencia a las legiones ansiosas y sedientas de patria libre.
En el discurso pronunciado en Nueva York, el 10 de octubre de 1889, expresó: “…cuando el sacrificio es indispensable y útil, marcha sereno al sacrificio, como los héroes del 10 de Octubre, a la luz del incendio de la casa paterna, con sus hijos de la mano.” Es patente el simbolismo del heroísmo y el sacrificio de los bayameses de enero de 1869.
A sus merecidos títulos de Cuna de la nacionalidad cubana, centro gestador de la independencia, Ciudad del Himno, sumaba los de Ciudad Antorcha, Ciudad Mártir, Numancia de América y Monumento Nacional.
Los poetas no han cesado de cantar al holocausto de Bayamo. Uno de aquellos héroes de 1869, el bardo José Joaquín Palma, en el poema A Bayamo, dejó plasmada su admiración por la histórica decisión y su simbolismo para la nación cubana: “Que tus hijos altaneros / Con la sangre de sus venas / Harán polvo las cadenas / Que marchitan tu beldad / Y los tiempos venideros / Hallarán sobre tus hombros / Aridez, muerte y escombros / O un pendón de libertad.”
La canción La Bayamesa, dedicada a María de la Luz Vázquez, con acentos amorosos y nostálgicos fue parodiada en versos patrióticos y rebeldes, quizás por el mismo Carlos Manuel de Céspedes, uno de sus autores.
Al calor de los maderos crujientes, los bayameses entonaron una letra guerrera: “Te quemaron tus hijos; no hay queja/ Que más vale morir con honor/ Que servir al tirano opresor/ Que el derecho nos quiere usurpar…”
Bajo el influjo de tanta gallardía, el fuego heroico expandía el ardor patrio de un pueblo sublime que, aferrado a su independencia, estaba dispuesto a todos los sacrificios y abnegaciones.
A 155 años del holocausto sublime mantiene todo su altanero orgullo.
Sin dudas, porque es fuente de comunión del estoicismo de nuestros abuelos y la emoción acompañada.
No se debe sentir nostalgia por el humo inmenso que destruyó una ciudad.
Debe mirarse con los ojos de los protagonistas, con el mismo pecho ardiente que los calentaba en esos días.
Forma parte orgánica de la vida y la identidad de un pueblo. Nacía un nuevo sol para Cuba, las llamas de la dignidad.